Ni confetis, ni música, ni grandes ovaciones. Probablemente tampoco aplaudió nadie cuando el Porsche 911 número 999.999, un Targa 4 GTS, salió de la línea de montaje. Detalles de una insignificancia casi cruel si tenemos en cuenta que su destino es convertirse en un automóvil completamente normal y corriente (suponiendo, claro está, que un 911 pueda ser en algún caso normal y corriente). Es el último predecesor, el último “bueno, allá nos vemos”, antes de que, justo después de él, el millonésimo 911 salga de la línea de montaje acompañado de gran expectación y parafernalia. Si un auto pudiera tener sentimientos, el rojo con el número 999.999 se sentiría como esos teloneros que los espectadores escuchan de fondo, sin prestar demasiada atención, ahogando su música con conversaciones distraídas y ruido de vasos mientras comienza el gran concierto para el que han pagado la entrada.
Quedarse a las puertas de la gran cifra te deja fuera de la vitrina, pero a cambio te obsequia con la libertad. Por ello, ser el número 999.999 es en realidad una gran suerte. El número 1.000.000 es la pieza de museo, el objeto del coleccionista, la inversión en una subasta. El número 999.999, es el maravilloso automóvil infravalorado que, con inteligente humildad, escapara a la vorágine y disfrutara de una vida en libertad, la de verdad.
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